Estas 3 leyes harán que tu vida esté mucho mejor

—Papá, ¿me prometes algo?
—Claro, hija, lo que quieras.
—Prométeme que no me vas a soltar nunca.
El padre sonrió. Estaban en el salón de casa, ella tenía nueve años y estaba sentada en su regazo disfrutando juntos de una partida a la nintendo DS.
—No te soltaré nunca —dijo él, con la mano en el corazón.
Pasaron los años. y ella le preguntó
—Papá, prométeme que no vas a mirar raro a mi primera pareja.
—Prometido, aunque no te niego que pueda que me cueste
Tiempo después le preguntó
—Papá, prométeme que vas a venir a mi graduación.
—Aunque tenga que arrastrarme te prometo que no faltaré.
Con los años siguieron las preguntas.
—Papá, prométeme que me vas a dejar volar.
—Te dejaré volar… pero solo si prometes que siempre sabrás volver.
El tiempo pasó volando y un día ella entró una vez más en su habitación en el hospital con lágrimas en los ojos. Se sentó junto a su padre, ya mayor, ya cansado, su padre no parecía el mismo, pero su amor por ella sí.
—¿Te acuerdas papá, cuando me prometiste que no me ibas a soltar nunca?
Él la miró y le dijo:
—No te he soltado. Ni lo haré. Aunque no me veas, aunque no me escuches, aunque el mundo te duela…
yo estaré en tu risa, en tus recuerdos, en los libros, en los juegos, en los días que no puedas más y aun así sigas.
Ella le apretó la mano. Él la apretó de vuelta por última vez.
Y nunca la soltó.
¿por qué te cuento esto?
Porque a veces, nos pasamos la vida corriendo, sin darnos cuenta de que lo más grande ya está en casa, esperando una mirada, una risa compartida o una promesa silenciosa.
Y porque cuando alguien nos ama de verdad, no nos suelta nunca. Aunque ya no esté.
Hay promesas que no se dicen con palabras. Se cumplen con gestos, con tiempo, con presencia… incluso después de irse.
y por favor, jamás esperes al último momento para decirle a tu gente cuanto les quieres.
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Cuando ella murió, no supe qué hacer con su abrigo.
Ese que siempre colgaba detrás de la puerta y olía a jazmín y sopa caliente.
Ese abrigo que la acompañó a todas partes: al mercado, al médico, al parque donde me llevaba de niño.
Durante días, lo dejé donde estaba, como si aún pudiera volver por él.
A veces lo rozaba sin querer, y juraría que me acariciaba el alma.
Un día me armé de valor.
Lo tomé con cuidado, como si aún lo habitara su cuerpo frágil.
Lo abracé.
Y lloré.
Dentro, en uno de los bolsillos, encontré una nota doblada.
Decía:
“Si estás leyendo esto, es porque ya no estoy. Pero quédate tranquilo, hijo. No hay abrigo más cálido que el amor que sembramos. Y tú llevas el mío por dentro.”
Desde entonces, cada Día de la Madre saco ese abrigo, lo pongo en mis hombros, cierro los ojos… y por un instante…
ella vuelve.
¿Por qué te cuento esto?
Porque a veces creemos que el tiempo es infinito…
Y dejamos para mañana los abrazos, las llamadas, los “te quiero”.
Pero las madres no son eternas.
Y cuando ya no están, lo único que abriga…
son los recuerdos.
Así que si aún la tienes, abrázala fuerte.
Llámala hoy.
Hazle saber que su amor sigue siendo tu refugio.
Porque un día, te lo juro, ese abrigo quedará colgado…
y ya no habrá nadie dentro.
Feliz día de la madre aunque una madre lo es todos los días del año
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